La pregunta clave es «por qué». ¿Por qué el Resucitado no desea que la buena
nueva sea «propiedad» exclusiva de los sacerdotes? Hoy, tal y como están las cosas,
la mayor parte de los creyentes acepta que el ministerio debe descansar precisamente
en esos supuestos representantes del «Señor Jesús». La verdad es que lo repitió hasta
la saciedad. Su evangelio —el gran mensaje— nada tenía que ver con estructuras,
tradiciones, dogmas, leyes, primados y demás intermediarios. Todo era simple y
fascinante. Su gran revolución fue ésa: mostrar al mundo que Dios no era una idea
más o menos abstracta, remota y fiscalizadora. La revelación que justificó su vida
decía otra cosa: Dios es un Ab-bá, un Padre. Un Ser amante que sólo pide confianza.
En otras palabras: Jesús de Nazaret no predicó, ni propugnó, una religión tradicional.
Lo suyo era un estilo de vida. Compartir su ideal —su evangelio— significa entender
y aceptar que existe ese Padre y que, en consecuencia, los seres humanos son
físicamente hermanos. Este «hallazgo», para quien tiene la fortuna de descubrirlo,
cambia radicalmente la brújula del pensamiento. Y el sujeto entra en una nueva y
esperanzadora dinámica en la que sólo cuenta la experiencia personal.
nueva sea «propiedad» exclusiva de los sacerdotes? Hoy, tal y como están las cosas,
la mayor parte de los creyentes acepta que el ministerio debe descansar precisamente
en esos supuestos representantes del «Señor Jesús». La verdad es que lo repitió hasta
la saciedad. Su evangelio —el gran mensaje— nada tenía que ver con estructuras,
tradiciones, dogmas, leyes, primados y demás intermediarios. Todo era simple y
fascinante. Su gran revolución fue ésa: mostrar al mundo que Dios no era una idea
más o menos abstracta, remota y fiscalizadora. La revelación que justificó su vida
decía otra cosa: Dios es un Ab-bá, un Padre. Un Ser amante que sólo pide confianza.
En otras palabras: Jesús de Nazaret no predicó, ni propugnó, una religión tradicional.
Lo suyo era un estilo de vida. Compartir su ideal —su evangelio— significa entender
y aceptar que existe ese Padre y que, en consecuencia, los seres humanos son
físicamente hermanos. Este «hallazgo», para quien tiene la fortuna de descubrirlo,
cambia radicalmente la brújula del pensamiento. Y el sujeto entra en una nueva y
esperanzadora dinámica en la que sólo cuenta la experiencia personal.
La pregunta clave es «por qué». ¿Por qué el Resucitado no desea que la buena
nueva sea «propiedad» exclusiva de los sacerdotes? Hoy, tal y como están las cosas,
la mayor parte de los creyentes acepta que el ministerio debe descansar precisamente
en esos supuestos representantes del «Señor Jesús». La verdad es que lo repitió hasta
la saciedad. Su evangelio —el gran mensaje— nada tenía que ver con estructuras,
tradiciones, dogmas, leyes, primados y demás intermediarios. Todo era simple y
fascinante. Su gran revolución fue ésa: mostrar al mundo que Dios no era una idea
más o menos abstracta, remota y fiscalizadora. La revelación que justificó su vida
decía otra cosa: Dios es un Ab-bá, un Padre. Un Ser amante que sólo pide confianza.
En otras palabras: Jesús de Nazaret no predicó, ni propugnó, una religión tradicional.
Lo suyo era un estilo de vida. Compartir su ideal —su evangelio— significa entender
y aceptar que existe ese Padre y que, en consecuencia, los seres humanos son
físicamente hermanos. Este «hallazgo», para quien tiene la fortuna de descubrirlo,
cambia radicalmente la brújula del pensamiento. Y el sujeto entra en una nueva y
esperanzadora dinámica en la que sólo cuenta la experiencia personal.