Oruro, situado a una altitud de 3.700 m en las montañas del oeste de Bolivia, era un importante centro de ceremonias precolombino antes de convertirse en un importante centro minero en los siglos XIX y XX. La ciudad fue refundada por los españoles en 1606 y siguió siendo un lugar sagrado para el pueblo uru, al que venían desde muy lejos para cumplir con los ritos, especialmente la gran fiesta de Ito. Los españoles prohibieron esas ceremonias en el siglo XVII, pero éstas continúan bajo la fachada de la liturgia cristiana: los dioses andinos se ocultaban tras los iconos cristianos, convirtiéndose así en santos. La fiesta de Ito fue transformada en ritual cristiano: la Candelaria (el 2 de febrero), y la tradicional “lama lama” o “diablada” se convirtió en el baile principal de Oruro.
Todos los años, durante seis días, ese carnaval da lugar el despliegue de toda una gama de artes populares en forma de máscaras, tejidos y bordados. El principal acontecimiento es la procesión (“entrada”), durante la cual los bailarines recorren durante veinte horas, sin interrupción, los cuatro kilómetros de la procesión. Más de 28.000 bailarines y 10.000 músicos repartidos en unos cincuenta grupos participan en el desfile, que ha sabido conservar las características tomadas a los misterios medievales.
El declive de las actividades mineras y agrícolas tradicionales amenaza a la población de Oruro, así como la desertización del altiplano andino, que provoca una emigración masiva. La urbanización ha producido un fenómeno de aculturación, abriendo una brecha creciente entre las generaciones. Otro peligro es la explotación financiera incontrolada del carnaval.