Solo en una noche oscura, con cielo rojizo, una gata de extraños ojos blancos incandescentes y un oscuro árbol frondoso eran los únicos testigos del jugueteo sexual de una pareja. Ellos sellaban un pacto de destrucción sobre la maletera de un Dodge Charger 68 negro, en perfecto estado pese a tener treinta años en el asfalto, mientras una neblina espesa cubría el paraje recóndito donde se encontraban, enfatizando la entretenida disputa, física y psicológica, en la cual se debatían al buscar respuestas. Sus ropas caían al suelo, jurándose que ahora, todos quienes los habían humillado pagarían caro tales ofensas y recordarían sus nombres mas allá de la muerte, se sintieron casi dioses cuando decidían qué hacer con cada una de sus víctimas. La lluvia caía sobre sus cuerpos y la gata aún los observaba, seguía cada movimiento con sus ojos penetrantes, pero fue ignorada en dicha escena pseudo-romántica donde sólo la lujuria y el desenfreno agobiaban la mente de sus protagonistas.

Ambos entendieron que el gran error de sus vidas había sido conocerse, ya que el espiral de conflictos comenzó después de su unión, aún no entendían el por qué, pero estaban todavía allí…Sobre el flamante auto oscuro, con sus ojos cada vez más llenos de ira y deseo sin entender cuando la existencia se había convertido en todo esto: Muertes repentinas, conflictos, fracasos, decepciones, pero ellos seguían juntos, a pesar tener cada uno tenía su pareja supuestamente estable en apariencia.

Entre su profundo trance él se dio cuenta que estaba solo, sin nadie a su alrededor, observado por un par de ojos que irradiaban una luz propia cada vez más intensa, mientras el vehículo se volvía una masa ridículamente esponjosa, la cual lo envolvía sin que pudiera soltarse de ella, se hizo imposible mover sus extremidades para lograr salir de esa prisión. La mirada de la gata se hacía más intensa, trajo dolor y recuerdos a la mente de aquél hombre confuso y atormentado, imágenes de gente sufriendo y mucha sangre, aparentemente de las personas de las que pensaban vengarse. La última imagen que vio eran unos paramédicos que lo sacaban de una gran bola de fuego y metal retorcido, le decían que no había ninguna salvación para los ocupantes del vehículo. Así, quedó totalmente deslumbrado por los ojos brillantes que le observaban. Se dio cuenta que estaba en una camilla de un hospital, envuelto en plástico oscuro, mutilado, sin brazos ni piernas y un extraño olor a carne quemada. Entendió, por fin: Los ojos de la gata eran el resplandor que se dejaba colar entre los dientes del cierre de la bolsa, donde los forenses lo habían envuelto. Recordó todo lo ocurrido: La masacre realizada, en el sitio donde el trabajaba, las súplicas de sus víctimas, la sangre derramada y la risa de su cómplice de amoríos y holocausto laboral, con quien se estrelló contra una pared a alta velocidad, cuando fueron perseguidos por la policía, tras haber cometido los dichosos homicidios.

Entre su pánico, incertidumbre y dolor dedujo que todo había sido el recuerdo de la noche anterior, tiempo en el cual había estado con tal vez la única persona que lo comprendió y lo acompaño, a pesar de no tener un título como pareja, quien demostró ser su verdadera amiga, sin importar esa llorosa persona que se encontraba en el lateral de la camilla donde se encontraba su cuerpo en un estado de letargo doloroso, y el cadáver de “La Querida”, como dijeron los pocos sobrevivientes a la masacre. Esa mujer que se lamentaba era su esposa, su supuesta compañera de vida, quien le había sido infiel con su hermano y estaba a punto de divorciarse desde hace un año.

Allí, se encontraba el perpetrador, debatiéndose entre dejar que la muerte se lo llevara en sus brazos o gritar y enfrentar el peso de la ley por haber acabado con la vida de 35 almas, incluyendo a una gata negra que quedó aplastada entre los escombros de la pared de esa casa, destruida con su deportivo, el mismo que estuvo horas antes en perfecto estado.

Creditos Kennett Colmenarez
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